miércoles, 16 de septiembre de 2009

INCESTOOOO

La negra y dos cabrones,(de la serie,
La fiesta del huay chivo) estampa al
aguafuerte de Edgar Argaez.


Incesto - Anaïs Nin
23 de junio de 1933

Hablábamos sobre nuestras aficiones diabólicas. Le dije que me gustaba ir con Henry y Eduardo al mismo cuarto de hotel (¡no con los dos al mismo tiempo!) ¿y por qué?, le pregunté. Esa sencilla confesión le reveló todo un mundo.

Yo también lo he hecho -dijo sonriendo. Mi confesión repercutía en él, revelaba secretos. Un pacto secreto, irónico, de semejanza entre los dos. Me despedí de él con un beso filial, pero mis sentimientos no eran los de una hija. Bruscamente inclinó la cabeza y me besó en el cuello.
Me alejé por el pasillo hacia mi habitación sin saber que él me miraba. Antes de entrar, me volví, segura de que lo vería. Estaba en un rincón oscuro y no lo vi. Pero él sí me vio darme vuelta.
A la mañana siguiente no podía levantarse de la cama. Estaba desesperado. Lo envolví con mi alegría y mi ternura. Por fin deshice sus maletas mientras él hablaba. Y prosiguió con la historia de su vida. Trajeron las comidas a la habitación. Yo estaba en salto de cama de satén. Las horas pasaban velozmente. Yo también hablaba. Conté la historia de los azotes. Cuando describí cómo me distancié para ver la ordinariez de la escena, papá quedó atónito. Nuevamente, el suceso parecía tocar un resorte interior de su propia naturaleza. Por un instante me pareció que no escuchaba, que estaba absorto en el sueño de lo que había descubierto, como suele sucederme a mí. Pero entonces dijo:
?Eres la síntesis de todas las mujeres que he amado.
Me miraba constantemente.
?Cuando eras una niña, tus formas eran tan bellas. Me encantaba fotografiarte.
Permanecí todo el día sentada al pie de su cama. Me acariciaba el pie. Entonces preguntó:
?¿Crees en los sueños?
?Sí.
?Tuve uno que me asustó. Soñé que tú me masturbabas con dedos enjoyados y que yo te besaba como un amante. Sentí terror por primera vez en mi vida. Fue después de la visita a Louveciennes.
?Yo también soñé contigo.
?Mis sentimientos hacia ti no son los de un padre.
?Ni los míos los de una hija.
?Qué tragedia. ¿Qué haremos? Acabo de conocer a la mujer de m i vida, m i ideal, i y resulta que es mi hija! Ni siquiera puedo besarte como quisiera. ¡Estoy enamorado de mi propia hija!
?Todo lo que sientes, lo siento yo.
Después de cada frase, sobrevenía un largo silencio. Un silencio espeso. Frases tan sencillas. No nos movíamos. Nos mirábamos como en un sueño y yo le respondía con extraña ingenuidad y franqueza.
?Cuando te vi en Louveciennes, me sentí hondamente perturbado. Lo observaste? ?Yo también me sentí perturbada por ti.
?Que vengan Freud y, todos los psicólogos. ¿Qué dirían si lo supieran?
Otra pausa.
?Yo también he tenido mucho miedo.
?No permitamos que el miedo nos vuelva reservados el uno con el otro. Y mi miedo era mayor, Anaïs, desde que me di cuenta de que eres una mujer liberada, una affranchie.
?Yo ya estaba poniendo los frenos.
?He sentido entonces celos de Hugo.
Papá me pidió que me acercara. Estaba tendido de espaldas y no podía moverse. Déjame besar tu boca.
Sus brazos me rodearon. Vacilé. Me atormentaba un torbellino de sentimientos, deseaba su boca, pero tenía miedo, sentía que estaba por besar a un hermano, pero estaba tentada... aterrada y excitada. Estaba tensa. Sonrió y abrió la boca. Nos besamos, y ese beso desató en mí una ola de deseo. Estaba tendida a través de su cuerpo y con mi pecho sentí su deseo, duro, palpitante. Otro beso. Más terror que placer. El placer de algo innombrable, oscuro. Él, tan hermoso: divino y femenino, seductor y cincelado, duro y suave. Una pasión dura.
Debemos evitar la posesión –dijo-. Pero ay, deja que te bese. Acarició mis pechos y los pezones se endurecieron. Yo resistía, me negaba, pero mis pezones se endurecieron. Y cuando su mano me acarició -ah, la sabiduría de esas caricias -me derretí. Pero una parte de mí seguía estando dura y aterrada. Mi cuerpo cedía a la penetración de su mano, pero yo resistía, resistía el placer. Me resistía a mostrar mi cuerpo. Sólo descubrí mis pechos. Tímida y renuente, a la vez estaba trastornada de pasión. Quiero que goces -declaró-. Goza, goza.
Sus caricias eran tan hábiles, tan sutiles, pero yo no podía, y para escapar, fingí que sentía. Nuevamente me tendí sobre él y sentí la dureza del pene. Se destapó. Lo acaricié con la mano. Se estremeció de deseo. Con extraña violencia me quité la bata y me tendí sobre él.
Toi Anaïs! Je n’ai plus de Dieu!
Su cara estaba en éxtasis y yo, frenética de deseo de unirme a él... me retorcía, lo acariciaba, me aferraba a él. Su espasmo fue tremendo, de todo su ser. Se vació por completo en mí... y mi entrega fue inmensa, con todo mi ser, aunque con un miedo en el centro que reprimió el espasmo supremo.
Entonces quise dejarlo. En alguna región remota de mi ser aleteaba un sentimiento de repugnancia. Y él temía esa reacción en mí. Quería escapar. Quería dejarlo. Pero lo vi tan vulnerable. Me parecía terrible verlo tendido de espaldas, crucificado y a la vez tan potente... irresistiblemente atractivo. Y recordé que en todos mis amores ha habido una reacción de rechazo... que siempre he tenido miedo. No lo ofendería con mi fuga. No lo haría después de los años de dolor que le había provocado mi rechazo anterior. Pero en ese momento, después de la pasión, tenía que ir a mi habitación, estar sola. Esa unión me había envenenado. No era libre para disfrutar su esplendor, su magnificencia. Una sensación de culpa pesaba sobre mi placer, me agobiaba, pero no podía revelárselo. El era libre -apasionadamente libre-, mayor y más valiente que yo. Podía aprender de él. ¡Al fin sería humilde y aprendería algo de mi padre!
... Conversamos hasta las dos o tres de la mañana. Qué tragedia que te haya encontrado y no pueda casarme contigo. -Era a él a quien le preocupaba embrujarme. Era él quien hablaba, se mostraba ansioso y desplegaba todos sus poderes de seducción. Yo era la cortejada, espléndidamente. -Qué bueno es cortejarte. Las mujeres siempre me han buscado, cortejado. Yo sólo he sido galante.
Historias interminables sobre mujeres. Hazañas. Al mismo tiempo, me enseña lo máximo en el arte de amar: juegos, sutilezas, caricias nuevas. En cierto momento tuve la sensación de que era el auténtico Don Juan, aquel que había poseído más de mil mujeres, y él me enseñaba a la vez que elogiaba mi talento, mi asombrosa habilidad amatoria, mi extraordinaria afinación y sensibilidad. Estaba asombrado por la riqueza de mis mieles.
Caminas como una cortesana griega. Pareces ofrecer tu sexo cuando caminas. Cuando volví por el pasillo oscuro. Hasta mi habitación.
Mi pañuelo entre las piernas porque su esperma es superabundante -soplaba el mistral y sentí que se interponía un velo entre la vida y yo, entre el placer y yo. Todo se desarrollaba espléndidamente, como correspondía, pero sin la chispa final de placer, porque en ciertos momentos era el amante desconocido, el español encantador experto en seducciones, amante enamorado con su mente, espíritu y alma, en otras ocasiones demasiado íntimo, demasiado parecido a mí, con las mismas contracciones de miedo y desconfianza, el mismo survoltage, la misma susceptibilidad exacerbada.
Ciertas observaciones me preocuparon:
Ojalá pudiera reemplazar a todos tus amantes. Sé que podría hacerlo si tuviera cuarenta años en lugar de cincuenta y cuatro. Tal vez en algunos años no habrá más riquette, y entonces me abandonarás.
Era insoportable semejante inseguridad en él, el león, el rey de la selva, el hombre más viril que he conocido. Porque me asombra encontrar una fuerza sensual mayor que la de Henri; verlo todo el día en estado de erección, y su riquette, su pene, tan duro, tan ágil, tan pesado.
A la noche siguiente, cuando tenía un poco más de libertad de movimiento, se tendió sobre mí y fue una orgía, me penetró tres o cuatro veces sin pausa, sin retirarse: sus fuerzas, su deseo siempre renovados y cada eyaculación seguía a la otra como una sucesión de olas. Me hundí en el placer vago, velado, sin clímax, en la bruma de las caricias y la languidez, en la excitación continua y por fin experimenté profundamente la pasión por ese hombre, una pasión asentada sobre la veneración y la admiración. La culminación de mi propio placer dejó de preocuparme. Me sumergí en la culminación del suyo. Le dije que había vivido las noches más bellas de mi vida, y al decirlo advertí que él deseaba fervientemente saber si era verdad. Derramé amor, adoración, con ciencia.

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